El jueves 17 de mayo, hacia la 1:00 a.m., las balas rompieron el silencio en el barrio Escobal de Cúcuta, ubicado al cruzar el puente internacional Francisco de Paula Santander, que une a Colombia y Venezuela. Allí, junto al río Táchira, estaban dormidos en sus cambuches de palos y plástico por lo menos 300 indígenas yukpas, que desde hace un año empezaron a llegar de Venezuela porque el hambre y las enfermedades los sacaron de su territorio.
“Tuvimos que correr para la calle vecina y ahí amanecimos”, cuenta Brinolfo Romero, un profesor yukpa que llegó del lado venezolano de la serranía del Perijá (hay un lado colombiano), donde los yukpas han vivido ancestralmente. Al siguiente día, los yukpas volvieron a su asentamiento y encontraron cascos de balas en el suelo. De inmediato empezaron a recoger sus cosas sin saber para dónde ir. En este año que llevan en Colombia han tenido que moverse por tantos lugares que cuando se asentaron en ese terreno junto al río Táchira pensaron que por fin podrían estar tranquilos. Pero no.
Ese día, mientras empacaban lo poco que tienen, llegó un muchacho yukpa golpeado asegurando que un grupo armado intentó llevárselo engañado pero él logró huir. “Le entró algo, se hizo fuerte y logró escaparse”, cuenta Brinolfo. Y a eso se suma que en los últimos dos meses han desaparecido dos yukpas y no han dejado de recibir amenazas para que desalojen el terreno, según la comunidad. La balacera de ese jueves rebosó la copa.
Ante el ataque, le pidieron al Servicio Jesuita a Refugiados (JRS), una de las pocas instituciones en las que confían plenamente, porque los ha acompañado desde su llegada, que los ayudara a desplazarse. Por la tarde trasladaron a los niños, mujeres, ancianos y algunos hombres (106 en total), al parque Santander. Llegó la noche y fue imposible regresar por el resto porque en el Escobal nadie garantiza la seguridad cuando oscurece. Se dice que en esa zona se mueven los Rastrojos, el Clan del Golfo y otras bandas criminales interesadas en controlar las trochas por las que pasa el contrabando desde Venezuela.
Las familias quedaron divididas. La Alcaldía de Cúcuta y el Gobierno trasladaron a los yukpas que llegaron al parque a un albergue. Otro grupo cruzó a Venezuela. Y otros pocos, unos 40, se quedaron en su asentamiento y ahí continúan. ¿Quién disparó? “La gente del monte”, dice Brinolfo. Según el alcalde de Cúcuta, César Ómar Rojas, el ataque no fue hacia los yukpas, “fue en Ureña (el primer municipio venezolano cruzando el puente). Fue un ataque a las instalaciones de la Guardia Nacional”. Y Felipe Muñoz, gerente del Plan Frontera, dice que el “hecho está en investigación”.
Al día siguiente el Servicio Jesuita a Refugiados publicó un comunicado rechazando los hechos, diciendo que “valoramos el ejercicio y la oferta que han prestado el Estado colombiano y organismos humanitarios (pero) consideramos que las respuestas no han sido suficientes ni acordes con los estándares de protección”, y recordó que el abandono y la desprotección en los que han vivido los yukpas ya dejaron dos víctimas: un niño que murió el 23 de marzo por su alto grado de desnutrición, gastroenteritis y un paro cardiorrespiratorio, y otro menor, que falleció el 9 de abril por un cuadro clínico de vómito e infecciones gastrointestinales.
Uno de esos niños era hijo de Samuel Romero, cacique de una de las tres comunidades que hasta hace una semana vivían junto al río Táchira. Samuel y su familia enterraron al niño en un cementerio de Cúcuta y guardaron el luto que manda su cultura: unos días de total silencio.
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A Brinolfo lo conocimos la primera semana de mayo, en una salida de campo que hicimos periodistas de Dejusticia. En ese momento, sentado en un tronco de madera en su asentamiento, nos contó las razones que trajeron a los yukpas a un lugar tan extraño y tan lejos de la montaña que han habitado siempre. “Hemos acudido a Colombia por la necesidad, por el hambre”, dice. Y luego nos explica que llevan un año esperando, y viviendo en condiciones tan miserables, porque al menos aquí “tenemos plátano y arroz. Eso es mucho, mucho más de lo que están comiendo nuestros hermanos en la sierra”.
Pero también porque siguen esperando a que Colombia y Venezuela los reconozcan como “indígenas binacionales”, ya que históricamente han estado asentados en la serranía del Perijá, un territorio que comparten los dos países. Desde su cosmovisión defienden que son parte de un mismo pueblo y no reconocen las fronteras que fueron impuestas por los occidentales. Les están pidiendo a ambos países recibir el mismo tratamiento de los wayuus de La Guajira, quienes son reconocidos como pueblo binacional y protegidos por ambos estados.
“Somos seres sin fronteras”, dice Brinolfo. Lo mismo señaló la Defensoría del Pueblo en una carta que le envió a la canciller, María Ángela Holguín, y la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia) en un comunicado público: ambos le solicitaron al Gobierno colombiano declarar a los yukpas como un pueblo binacional. Pero una fuente del Gobierno aseguró que ha sido imposible atender esa petición por una razón: se necesita un tratado binacional para hacer ese reconocimiento, “que haya voluntad de las dos partes”, y aunque Colombia envió una petición a Venezuela el 11 de diciembre pasado en esa dirección, todavía no ha recibido respuesta.
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Hace un año llegó a la serranía del Perijá venezolana, en el estado de Zulia, el rumor de que en una ciudad colombiana llamada Cúcuta al menos había arroz para comer. Los indígenas yukpas tenían tanta hambre, y los niños y los ancianos estaban tan enfermos, que no había nada que perder. Un grupo de ellos tomó lo necesario para sobrevivir los tres días de viaje y, desesperados, emprendieron el camino en burro, buses y largas caminatas. La crisis humanitaria de Venezuela era insostenible. “Nos demorábamos entre tres y seis meses sacando tres sacos de yuca, y nos los compraban a precio de gallina flaca”, dice Brinolfo. Por tres bultos de yuca les daban un millón de bolívares, explica el señor, y esa plata apenas les alcanzaba para comprar un kilo de arroz. Así no hay quien sobreviva.
Hasta la balacera del 17 de mayo, los yukpas estaban organizados en tres grupos, asentados junto al Táchira, el río de agua café, sucia y maloliente donde se bañan y del que incluso usan agua para cocinar. Eso explica que los niños tengan la piel cubierta de sarpullidos y las barrigas infladas de parásitos. Eso sí, lo que no ha faltado desde que llegaron es el “arrocito”, como dice Sonia Martínez, una indígena yukpa que vive en el segundo asentamiento, junto al de Brinolfo. Estas son dos comunidades hermanas pero con diferentes caciques. Son las más autóctonas, las que más conservan sus costumbres.
La tercera comunidad, acomodada debajo del puente, se reconoce a sí misma como un grupo “más occidental”, “más civilizado”, en palabras de Remiljio Segundo Romero, su cacique. Remiljio también acepta, en voz alta, que, como dicen las autoridades y los medios de comunicación, ellos sí están pasando alimentos de contrabando desde Venezuela: “Carretiamos naranjas y aguacates, aunque la prensa nos ha humillado diciendo que estamos traficando carne”. Eso sostienen las autoridades: que los indígenas están transportando chatarra y carne desde Venezuela, y que existen redes criminales que los están utilizando.
Son tres comunidades muy diferentes. Pero el problema, el gran problema, es que existen medios de comunicación y entidades del Gobierno que se han encargado de estigmatizarlas, señalando que “todos los yukpas” son contrabandistas. Y eso los ha dejado expuestos, más vulnerables de lo que ya son. Incluso, algunos funcionarios públicos entregaron declaraciones que parecían justificar el atentado del jueves 17 de mayo contra los indígenas, por el hecho de “ser contrabandistas” y estar relacionados con los criminales que se vienen apoderando de las trochas.
Ese episodio llevó al Gobierno a construir un “plan de retorno concertado”, que contempla su traslado a Venezuela en menos de una semana. Pero esa idea no es nueva. Durante el último año los han devuelto al otro lado de la frontera por lo menos tres veces, y siempre regresan a Colombia, porque aquí al menos tienen alimentos y medicinas. La ONIC ha denunciado que estos retornos se han hecho “sin planificación ni garantías diferenciales”. El profesor Brinolfo insiste en que Venezuela no es una opción para ellos. “Nos vamos a quedar aquí hasta que nos escuche Colombia. Hasta que nos den ayuda. Hasta que nos brinden seguridad. Para Venezuela no regresamos”.
Para algunas organizaciones, como el Servicio Jesuita de Refugiados, lo que el Gobierno colombiano debería considerar, antes de forzar el retorno de una comunidad vulnerable que no tiene garantías en Venezuela, es la aplicación del Plan de Contingencia de Desplazamiento Forzado Intraurbano, que prevé la Ley de Víctimas y que incluye, entre otras medidas, “la activación de especial protección a grupos étnicos, la cohesión comunitaria según sus usos y costumbres y la no devolución”.
Y eso también pide una tutela que está en curso en un juzgado de Cúcuta: que se les preste atención humanitaria y se les garanticen sus mínimos vitales, teniendo en cuenta su condición de sujetos especiales de protección.
Sin duda, la situación de los yukpas es uno de los mayores retos que le ha dejado a Colombia la crisis migratoria de Venezuela. Pero ya ha pasado un año y el Gobierno ha tenido suficiente tiempo para pensar en unas medidas de protección que vayan más allá del retorno forzado al lugar de donde huyeron por hambre. Esto, como han insistido la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), la Defensoría del Pueblo y la ONIC, representaría una nueva vulneración.
* Periodista de Dejusticia.
Publicado en El Espectador